Posiblemente, una de las películas más personales de los hermanos Coen, que ya es decir. Después de alcanzar el reconocimiento de la Academia con No es país para viejos, los hermanos de Minnesota tenían frente a sí el difícil reto de mantener su estilo y evitar la sequía creativa posterior a la borrachera de éxito.
Tras la caricaturesca y expansiva Quemar después de leer, optan ahora por el registro más seco, adusto y críptico que caracterizó a Barton Fink y El hombre que nunca estuvo allí al tiempo que se acercan más que nunca a su propia realidad al mostrar la forma de vida de la comunidad judía de Estados Unidos a la que pertenecen.
Cinta poco comercial y dirigida a los muy fans de los Coen e interesados en el cine que se escapa de lo convencional, presenta una capacidad de sugerencia y perspicaz capacidad de observación directamente proporcional al tedio que puede provocar en parte del público su ritmo letárgico y su observación de un microcosmos cuanto menos pintoresco.
La historia transcurre en 1967 y se centra en Larry Gopnik, un profesor de física del medio-oeste americano que ve cómo su vida comienza a derrumbarse. Larry es un hombre bueno; un marido fiel y afectuoso, un padre entregado y un profesor serio, siempre justo y correcto, a pesar de las tentaciones diarias que le acechan. Pero un buen día, todo empieza a ir mal. A pesar de tantas desgracias, es imposible no reírse de la mala suerte de Larry en un mundo que quizá nos sea demasiado familiar…
Vuelven los Coen (Fargo, El gran Lebowski, No es país para viejos, El hombre que nunca estuvo allí) en su registro más íntimo y personal, una reflexión sobre lo que significa ser judío en los Estados Unidos.