Estamos ante una película pequeña, casi diminuta pero no por ella desdeñable.
Eliza vive cómodamente en Nueva York, tiene dos hijos pequeños, un marido cariñoso y un enorme deseo de encontrarse a sí misma y poder retomar su abandonada carrera de escritora. Sin saberlo, está a punto de vivir un día que pondría a prueba hasta a la mejor madre del mundo.
Desde hace un tiempo, una parte del cine estadounidense se está alejando de los grandes presupuestos, la acción y los efectos especiales, para centrarse en la mayor de las aventuras, la vida cotidiana.
El espectador que busque mundos fantásticos debe hacerlo en otras salas. Las anécdotas de este film son tan nimias, tan insignificantes que pueden ser tomadas por prescindibles.
Pero si dejamos que la narración nos cale poco a poco, descubriremos una perspicaz descripción de la frustración de una generación de treintañeros. Aquella que fue educada en la realización personal y que ahora se encuentra con que debe asumir responsabilidades adultas que chocan con su arraigado egoísmo. Si a eso sumamos una loable interpretación de una Thurman presente en casi todas las escenas, podemos afirmar que estamos ante un film tan liliputiense como atractivo.