Uno de los acontecimientos cinematográficos de la temporada que acaba de iniciarse, al menos en lo que respecta al cine estadounidense, una, ya, de las principales favoritas en la carrera de los Oscars y, sobre todo, una cinta que nos reconcilia con el cine proveniente del país de la hamburguesa y que nos recuerda a toda una pléyade de cintas que aunaban, sin dificultad alguna, calidad y comercialidad en los ya lejanos años 70 y 80. En aquellos tiempos Camino a la perdición hubiera sido una más entre las películas notables del año. Actualmente, y dada la paupérrima calidad media, adquiere la categoría de evento.
Sam Mendes debutó brillantemente con American Beauty, una cinta que quizá no mereciera todo el revuelo que despertó pero que tampoco debió ser expuesta al apaleamiento que, tras su triunfo en los Oscars, recibió por parte de la crítica más sesuda. Aunque aquí parece alejarse totalmente de las latitudes (espaciales, temporales y, sobre todo, intelectuales) de su opera prima, en realidad la distancia entre ambas es mucho más corta de lo imaginado. Mendes no construye exclusivamente una película de género gagsteril ya que, sin dejar de hacerlo, va más allá y nos narra una gran historia americana, con ecos indudables de El padrino, donde los pecados y las esclavitudes generadas en el pasado, la búsqueda de la redención y el uso de la violencia como manera americana de acabar con los conflictos sin solución son las constantes de la narración. Los que preferimos un cine más clásico nos alegramos de que esta cinta no acabara en las, a veces, respetables manos de John Woo que la hubiera convertido en un manga hiperviolento en la línea de la novela gráfica en la que se basa.
Cinematográficamente la cinta es exquisita. Tanto la dirección de este británico conocedor del alma americana, la planificación de escenas y secuencias, unas elegantes música y fotografía y unas interpretaciones portentosas, entre las que destacan las de Newman y Law, rayan la perfección. Sin embargo, a la cinta se le pueden achacar tres defectos (una molesta autoconciencia de clasicismo, ciertos momentos demasiado previsibles y algún que otro bajón en el ritmo narrativo) que la alejan de una todavía mayor consideración.
Pese a ello, secuencias como el del duelo bajo la lluvia en el que se ha prescindido del sonido, los inesperados rasgos de humor que propicia la subtrama del aprendizaje de la conducción de un automóvil por parte del hijo de Hanks y, sobre todo, un desenlace tan bello estéticamente como desolador constituyen momentos de ese buen cine que, lamentablemente, cada vez está menos presente en nuestras pantallas.