NADA QUE VER CON HOLLYWOOD NI CON EL CINE INDIE
CALIFICACION: 3,5/5
Estados Unidos, 2012.- 91 minutos.- Director: Benh Zeitlin.- Intérpretes: Quvenzhané Wallis, Dwight Henry.- DRAMA.- Una película isla (nunca mejor dicho) dentro del contexto del cine estadounidense que llega a nuestras pantallas. Por supuesto, está en las antípodas de lo que ofrece el Hollywood más comercial pero tampoco tiene nada que ver con la esfera independiente al que pertenece. Si este suele hablar de las cuitas existenciales y generacionales de jóvenes de clase media-alta de núcleos urbanos o de las miserias morales de la América profunda, Zeitlin adapta la obra de teatro de Lucy Alibar para mostrar realidades que no conocen la mayoría de los estadounidenses y que, de conocerlas, las relacionan con el tercer mundo.
Si a ese público intelectual de las grandes ciudades de las dos costas ya les sorprende el tremendismo visual y social venido de Europa (véase el éxito en festivales de Norteamérica de La casa de mi abuela del alicantino Adan Aliaga), le resulta casi inconcebible que las situaciones de extrema pobreza y marginación que aquí se documentan puedan ocurrir dentro de las fronteras del país más rico y poderoso del mundo. Incluso dos pequeños pero significativos hechos que para nosotros forman parte de nuestra cultura (que los niños convivan con los gérmenes y que compremos y consumamos el pescado fresco sin ser desmembrado y procesado industrialmente) son señalados aquí, con lucidez, como diferenciadores entre la aséptica clase dominante estadounidense y los “primitivos” marginados.
En el Sur del país, el nivel de las aguas está subiendo vertiginosamente y todos los diques se hunden. Al mismo tiempo, los animales salvajes vuelven de sus tumbas. Esta es la historia de una niña de seis años que vive con su padre en un lugar aislado del mundo.
Pocas veces se ha documentado la misérrima vida de los habitantes de los bayous o arroyos del sur de Louisiana.
El que escribe sólo recuerda la magnífica Conrack (1974) de Martin Ritt, protagonizada por Jon Voight. Sin embargo, la perspectiva del guionista Pat Conroy (El príncipe de las mareas) era tan social como paternalista, ya que un blanco se enfrentaba a otros blancos para mejorar las condiciones de vida de unos “pobres niños negros”. Aquí los blancos de clase media o alta brillan por su ausencia durante gran parte del relato y cuando aparecen sólo sirven para hacernos entender, aunque sea mínimamente, a aquellos que rechazan la ayuda de las entidades caritativas o de acción social.
Huyendo de la crónica social efectista, del paternalismo malconcienciado y del realismo sucio, el film nos invita a un viaje (no exento de trucos sentimentales y personajes improbables) a un universo paralelo ilustrado con autenticidad y convicción por un debutante cuya obra es merecedora del Premio del Jurado en el Festival de Sundance y la Cámara de Oro del de Cannes. El tiempo nos dirá si tiene más cosas que contarnos.
Uno de los mayores desafíos reside en que el acercamiento se realiza a través de los ojos de una niña de seis años, un ser humano preclaro que desprende tanta naturalidad como emoción, sin caer nunca en el sentimentalismo ni en las moñerias, y que está interpretada, de forma memorable, por una recién llegada, Quvenzanhe Wallis, la más joven nominada al Oscar en toda su historia. Es cierto que, quizá, sus monólogos en off sean demasiado lúcidos para su edad, pero resultan acordes con el tono mágico-mítico de la cinta, quizá su elemento, sino más discutible, si el más ambiguo y poco nítido.